domingo, 13 de mayo de 2018

Atrapada en el tiempo (2 libro)

El libro atrapada en el tiempo es el segundo libro de la serie forastera. 
Atrapada en el tiempo fue publicado por primera vez en 1992 con el título de "Dragonfly in Amber". En español, el libro no llegó hasta 4 años después, en  1996.

Atrapada en el tiempo, el segundo libro de la saga Forastera, es una novela histórica donde sus protagonistas intentan cambiar la historia y se enfrentan a un destino ineludible que pondrá a prueba su amor.


 El título del libro (Dragonfly in Amber ) hace referencia a el regalo que Hungh Munro le envía a Claire en el primer libro: un trozo de ámbar que tiene dentro una libélula. Diana Gabaldon escogió este título porque le pareció que era visual, poético y que sería fácil de recordar. Además la libélula en el ámbar es un símbolo del matrimonio de Jaime y Claire. Su matrimonio, al igual que la libélula, es algo muy bonito que existe fuera de su tiempo. Por si esto no fuera motivo suficiente para elegir el título, ahí va otra razón.

El ámbar ha sido usado desde tiempos ancestrales como sustancia mágica que ofrece protección al que la lleva.



Al elegir un título en español no se opta por el sentido literal del título en inglés "Dragonfly in Amber" que significa "Libélula en ámbar", sino que se elige el título atrapada en el tiempo. Este título, al igual que el título original en inglés, hace referencia al amor entre Claire y Jaime.






Atrapada en el tiempo comienza de manera impactante para los lectores, pues nos encontramos a Claire en 1968, después de haber vivido en la Escocia del siglo XVIII y de haber conocido al gran amor de su vida.



PRÓLOGO DEL LIBRO:
Veinte años después de haber experimentado la más extraña de su vida, un viaje a través del tiempo hasta la Escocia del siglo XVIII, Claire Randall regresa con su hija Brianna a las imponentes y misteriosas montañas escocesas donde todo comenzó. Con la ayuda de Roger, un joven historiador, Claire se lanza a una obsesiva búsqueda de las tumbas de los caídos en la batalla de Culloden, librada en 1745. El paso del tiempo no ha podido borrar los intensos recuerdos de un amor difícil de explicar. Con el transcurrir de los días, Claire irá descubriendo, ante los ojos incrédulos de su hija y de Roger, el fascinante secreto cuya clave es el cauce interior que conduce al pasado.

Leí este libro después de ver la segunda temporada de la serie, con lo que todo ello supone, y he de decir que me gustó bastante. Incluso aunque sabía cómo iban a ocurrir los hechos y el final del libro desde el primer momento, la hábil redacción de Diana Gabaldon me enamoró. Hay abundantes diálogos y las descripciones están en la justa medida porque sirven para que te imagines el momento, pero sin llegar a aburrirte. 


Aquí dejo la primera y la segunda página del libro para que veáis de lo que os hablo. 

PRIMERA PARTE
 A través del espejo
 Inverness, 1968 

     Pasando revista Roger  Wakefield  se  sentía  rodeado  en  el  centro  de  la  habitación.  Pensó  que  la  sensación  se  justificaba  plenamente,  pues  estaba  rodeado:  por  mesas  cubiertas  de  antigüedades  y  recuerdos,  por  pesados  muebles  victorianos tapizados de terciopelo y adornados con tapetes de ganchillo y diminutas alfombras, Rodeado por doce habitaciones repletas de muebles, ropa y papeles. Y libros. ¡Dios mío, los libros!
      Tres  de  las  paredes  del  estudio  estaban  cubiertas  Por  estanterías  repletas.  Había  montones  de  novelas  de  misterio en ediciones de bolsillo, brillantes y baratas, volúmenes encuadernados en cuero, apretados junto a obras del  club  de  lectores,  antiguos  tomos  robados  de  bibliotecas  desaparecidas  y  miles  de  panfletos,  folletos  y  manuscritos. 
    Una situación similar prevalecía en el resto de la casa. Libros y papeles cubrían cualquier superficie y los armarios  crujían,  repletos.  Su  difunto  padre  adoptivo  había  tenido  una  vida  plena  y  larga,  diez  años  más  de  los  setenta  que  prescribe  la  Biblia.  Y  en  sus  ochenta  y  tantos  años,  el  reverendo,  Reginald    Wakefield  turca  había  tirado nada. 
    Roger reprimió la tentación de salir corriendo por la puerta principal, saltar a su Mini Morris y regresar a Oxford,  abandonando  la  rectoría  y  su  contenido  a  merced  del  tiempo  y  los  vándalos.  “Tranquilízate  se  dijo,  respirando  hondo.  Puedes  solucionarlo.  Los  libros  son  lo  más  fácil;  sólo  es  cuestión  de  clasificarlos  y  llamar  a  alguien  para,  que  se  los  lleve.  Claro  que  se  necesitará  un  camión  gigantesco,  pero  puede  hacerse.  La  ropa  no  es  problema. A una institución de caridad”. No sabía qué iba a hacer una institución de caridad con tantas sotanas negras de sarga de 1948, pero tal vez los  pobres  no  fueran  tan  quisquillosos.  Empezó  a  respirar  mejor.

    Había  pedido  un  mes  de  licencia  en  el  Departamento  de  Historia  de  Oxford  para  ocuparse  de  las  cosas  del  reverendo.  Quizás  eso  bastara,  después  de  todo. En sus momentos de mayor depresión había pensado que la tarea le llevaría años. Se  dirigió  a  una  de  las  mesas  y  cogió  un  platito  de  porcelana.  Estaba  lleno  de  pequeños  rectángulos  de  metal y unas distintivos de plomo que daban las parroquias a  los mendigos en el siglo dieciocho como una suerte, de  identificación;  en  Escocia  los  llamaban  "lunzies”.  Junto  a  la  lámpara  había  una  colección  de  botellas  de  cerámica y una caja de rapé en forma de caracol con un aro de plata. “¿Y si las donara a un  museo?”, pensó no muy  convencido.  La  casa  estaba  llena  de  objetos  jacobitas.  El  reverendo  había  sido  aficionado  a  la  historia;  y  el  siglo dieciocho era su campo de investigación.
     Sin  querer  se  puso  a  acariciar  la  superficie  de  1a  caja  de  rapé,  recorriendo  las  líneas  negras  de  las  inscripciones con los nombres y fechas de diáconos y tesoreros de la Organización de Sastres de la Canonjía de la Ciudad  de  Edimburgo,  1726.  Quizá  debería  guardar  algunas  de  las  cosas  del  reverendo...  pero  se  echó  atrás,  sacudiendo la cabeza con firmeza.  - Nada de eso, hombre – dijo en voz alta -. Sería una locura. - O en el mejor de 1os casos, el comienzo de una vida de rata -. Si empiezas a guardar cosas, terminarás quedándote con todo, viviendo en esta casa monstruosa, rodeado por siglos de basura... y hablando solo. Al pensar  en la basura recordó el garaje y se le aflojaron las rodillas.

    El reverendo, que de hecho era su tío abuelo,  lo  había  adoptado  a  los  cinco  años,  durante  la  Segunda  Guerra  Mundial,  cuando  su  madre  murió  en  un  bombardeo  y  su  padre  en  1as  negras  aguas  del  canal  de  la  Mancha.  Con  su  fuerte  instinto  de  conservación,  el  reverendo había guardado todos los efectos de sus padres, sellados en embalajes y cajas, en la parte posterior del garaje. Roger sabía que nadie los había abierto en los últimos veinte años. Lanzó un quejido al pensar en tener que registrarlos. - Dios  mío - dijo en voz alta - Cualquier cosa menos eso. 

   No  era  un  ruego,  pero  el  timbre  de  la  puerta  sonó  como  si  fuera  una  respuesta,  haciendo  que  Roger  se  mordiera la lengua del susto. La puerta de la rectoría se trababa cuando había humedad, es decir se trataba siempre. Roger la desatascó con esfuerzo antes de ver a la mujer en el umbral. - ¿En qué puedo servirle?. 
Era  de  estatura  mediana,  y  muy  guapa.  Roger  notó  que  era  de  huesos  finos  y  que  llevaba  el  pelo  castaño  recogido en un moño. En medio de todo, unos extraordinarios ojo claros color jerez añejo. Los ojos lo recorrieron desde los zapatos hasta la cabeza, unos treinta centímetros más arriba que la de ella. La sonrisa se extendió. - No me gusta empezar con una frase  hecha – dijo -, pero ¡cómo ha crecido, Roger! 
   Roger sintió que se ruborizaba. La mujer rió y le tendió la mano. - Es Roger, ¿verdad?  Soy Claire Randall, una, vieja amiga del reverendo. Pero no le veía desde que tenía cinco años. 
- ¿Dice que era amiga de mi padre? Entonces sabrá que él ... La sonrisa se desvaneció y dio paso a una expresión de pesar. 
- Sí, 1o sentí mucho cuando me enteré. El corazón, ¿no?
 - Sí. Muy repentino. Acabo de llegar de Oxford para ocuparme de... todo. – Hizo un gesto indefinido que comprendía la muerte del reverendo, la casa y todo su contenido. 
- Por lo que recuerdo de la biblioteca de su padre, la tarea le llevará hasta Navidad - observó Claire.
 - En ese caso, no deberíamos molestarlo una voz con acento estadounidense. - Ah, me olvidaba - dijo Claire -. Roger Wakefield: mi hija, Brianna. Brianna  Randall  dio  un  paso  adelante  con  una  sonrisa  tímida.  R

oger  la  observó  un  momento; se apartó y abrió la puerta preguntándose cuándo se había cambiado 1a camisa por última vez. - De ninguna manera, de ninguna manera - dijo con sinceridad. 
Necesito, descansar. ¿No quieren pasar? Las condujo hasta el estudio del reverendo. Además de atractiva, la hija era una de las muchacha más altas que había vista. “Un metro ochenta por lo menos”, pensó.
    Inconscientemente se enderezó hasta su metro noventa para superarla en estatura. Al entrar en el estudio, se agachó para no golpearse contra el dintel. -  Pensaba  venir,  antes  -  explicó  Claire  hundiéndose  en  e1  enorme  sillón  de  orejas.  La  cuarta  pared  del  estudio  del  reverendo  tenía  ventanales  desde  el  suelo  hasta  el  techo  y  la  luz  del  sol  hacía  brillar  la  horquilla  de  perlas en su pelo castaño -. Tenía pensado venir año pasado, pero hubo una emergencia en el hospital  de Boston. Soy  doctora  -  explicó,  frunciendo  un  poco  la  boca  ante  la  mirada  de  sorpresa  de  Roger .

- Siento  que  no  pudiéramos venir. Me habría gustado mucho volver a ver a su padre. Roger se estaba preguntando por qué habrían ido, si sabían que el reverendo había muerto, pero le pareció descortés manifestarlo. Preguntó, en cambio: - ¿Están disfrutando del viaje?
 -  Sí,  hemos  venido  en  coche  desde  Londres  –  respondió  Claire  mientras  dirigía  una  sonrisa  a  su  hija 
 -.  Quería que Bree, conociera esto. Al oírla hablar no lo creería, pero es tan inglesa como yo, aunque nunca ha vivido aquí.
 - ¿De veras? – Roger miró a Brianna. No parecía inglesa, pensó. Aparte de la estatura, tenía un pelo rojizo que  llevaba  suelto  sobre  los  hombros,  y  su  cara  era  angulosa  con  una  nariz  larga  y  recta,  quizás  más  larga  de  lo  aconsejable.
 - Nací en los Estados Unidos - explicó Brianna -, pero tanto mamá como papá son... eran... ingleses. - ¿Eran? - Mi marido murió hace dos años, explicó Claire. Creo que usted lo conoció. Frank Randall.  - ¡ Frank Randall! ¡Por supuesto! – Roger se dio un golpe en la frente y sintió que se ruborizaba -. Pensarán que soy tonto, pero acabo de darme cuenta de quienes son. 




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